Alguna vez te has puesto a pensar ¿por qué en la mayoría de las culturas solo se usa un apellido, el del padre, y en nuestra cultura hispana la mayoría de los países lo llevamos orgullosamente con los dos?
Desde pequeño, y como consecuencia de mi legado cultural en la pila bautismal, recuerdo escribir mi nombre (solo tengo uno, Nicolás) junto a mis dos apellidos. No voy a mentir, a veces solo ponía uno, o frecuentemente mi primer apellido completo seguido de la inicial del segundo terminada en punto. La verdad, me parecía algo engorroso, pues me tocaba disponer de segundos adicionales que mi impaciencia siempre quería resolver con prontitud.
No fue sino hasta mayor de edad y reclutado para prestar el servicio militar “obligatorio” de mi país, cuando le encontré sentido a los dos apellidos. La anécdota comienza cuando nos preguntaron los nombres completos, aún reclutas sin identificación, mientras pasábamos en fila a la peluquería, como una forma de nuevo bautismo, ya no católico sino castrense. En ese instante, recuerdo a un total extraño, un superior en rango, que nos gritó: “¡Nombre completo, soldado!” A lo que tímidamente íbamos respondiendo uno a uno hasta que llegó mi turno y dentro del nerviosismo de un novato solo atiné a contestar:
— Nicolás Larrarte.
El oficial inmediatamente se detuvo ante mí, y como si fuera un familiar por parte de mi madre, me reclamó: “¿Acaso no tiene dos apellidos, soldado?”
— Sí, Señor… Nicolás Larrarte Iriarte. Respondí.
— “Soldado, nunca olvide que tiene madre. Aquella mujer que le dio la vida y lo parió. Recuerde que ella lo gestó y protegió. Lo llevó en sus entrañas y le ofreció parte de su ser para su bienestar. Soldado, nunca deje de decir sus dos apellidos, y si alguien solo tiene un apellido, que sea el de la madre, ya que muy seguramente el padre nunca estuvo.”

Nuestro sistema no es un accidente; es un testimonio de la historia, la ley y, crucialmente, una celebración innegable del linaje materno. Es la constancia de un “buen parido” que tuvo mamá dando luz a un ser maravilloso, y donde ambas líneas familiares son reconocidas desde el nacimiento.
Igualmente, nos debemos en la obligación moral de resaltar que esta hermosa tradición, que en esencia honraba el linaje femenino, se mezcló con un periodo sombrío.
El sistema de dos apellidos se volvió vital durante la Santa Inquisición, especialmente al requerir la verificación de “pureza de sangre.” El escrutinio genealógico (“cuatro costados”) exigía rastrear y documentar los apellidos de los abuelos paternos y maternos. Aunque con un propósito desafortunado —excluir conversos y moriscos de aquella época— este proceso histórico obligó a registrar y recordar a la línea materna con igual importancia que la paterna. El sistema forzó a que la memoria de la mujer jamás se borrara.
El nombre hispano es un símbolo de inclusión: no elegimos entre papá o mamá, sino que los honramos a ambos.
Por lo tanto, llevar el apellido de la madre no es solo un asunto legal, sino un acto de resistencia histórica, cultural, de equidad y de orgullo que no solo asegura que la fuerza, la historia y la herencia de la mujer que nos dio la vida (“el buen parido”) nos acompañen, sino que también nos evita ser unos desagradecidos o mal paridos.